martes, 27 de diciembre de 2011

Tres rasponcillos en el alma (I)

Gracias a un largo proceso de reflexión, llegué a mi edad con una idea relativamente aproximada de las más llamativas taras de mi personalidad. Por ejemplo; Mi manera inconsciente de ralentizar mi paso al cruzar los pasos de cebra, para que los coches frenaran apuradamente y pasaran temor de atropellarme.  Lo que más me gustaba del tema, era que, encima de ser yo el que les fastidiaba, a menudo me pedían disculpas. Y que, si había mucha suerte, y en el coche iba una pareja, a menudo regañaban entre ellos por el mal rato. ¡Y qué placer encontraba también en mirar mal al que estornudaba , para que se sintiera despreciable! Por supuesto, no todo el mundo sucumbía a mi mirada de desprecio, los había insolentes y desafiantes, pero a fin de cuentas hacían un número suficiente como para no perder el placer de hacerlo. Y, en el metro o en el tren, lo que más me gustaba era sentarme en un sitio que obligase a alguien a mover sus bolsas, o a descruzar las piernas, aunque hubiese otros sitios libres…

            Pequeños placeres, desde luego. Cosas que llenan una vida. Nunca pensé que podría llegar el momento en que me cansara de aquello, y, sin embargo, ese momento llegó, y, aquella mañana mismo, cuando caí en que estaba un poco enamorado, ni hice la estatua en el paso de cebra que hay en la calle del Gato Asustado, ni miré mal al carrasposo de turno, ni obligué a nadie a descruzarse, en el tren. Aquella mañana, lo único que hice contra el mundo, fue tirar todas las bolsas de basura, en el mismo color. (Pero íntimamente creo que más que por fastidiar, lo hice por comodidad)

            Carita de Chocolate, responsable de la degradación de mi personalidad, era una consultora externa que trabajaba para nuestra empresa, con objetivos que los mortales no conocíamos, y que tenía un jefe alto, delgado, listillo y gafotas, que la explotaba impíamente, aunque después, al caer la noche la llevaba en su deportivo, para que ella no tuviera que mezclarse con la chusma en el metro. Aunque me imagino que ella, tendría que, a su vez, aguantar las miradas que el baboso de él, le dirigiría a sus piernas de praliné.

            Aunque no nos habíamos dirigido jamás la palabra, nuestro amor, lejos de ser fruto de la descontrolada pasión, era, muy al contrario, un amor reposado y maduro, ya destilados los defectos personales. Los de ella, eran los más significativos de la pareja, a saber; una tendencia irrefrenable a hablar por el móvil con el pinganillo puesto, y haciendo aspavientos, lo que la retrataba, en el lienzo de mi corazón, como una loca, aunque de hecho no lo fuese,  y también tenía la aburrida costumbre de estar siempre a régimen, aunque en absoluto estaba gorda, al contrario, más bien delgadita. Y por último, el que le valió el mote, la chica no medía bien el maquillaje, y gastaba uno muy oscuro en la cara, y de él se aplicaba espesas capas impenetrables, que le daban un tono oscuro que a veces contrastaba con la piel blanquita de su cuello, y que le hacía parecer una niña traviesa que hubiera metido la cara en una taza de chocolate RAM.

            Carita de chocolate.

            Las virtudes de nuestro equipo no sólo las encarnaba yo, con mi aspecto gentil y mi proverbial sentido del humor. Ella también contribuía con pequeños aportes, como una risita agradable, la tenencia rotunda de todos los dientes, (Al menos los que se veían), cierta mirada gótica involuntaria, enfatizada por la sombra de ojos aplicada sin complejos, y una fidelidad conmovedora a los zapatos de tacón.
            Y olía de maravilla.

            Y se reía por lo bajini cuando les hacía bromitas de show a mis compañeras.

            ¿Se puede pedir más?

Como siempre, continuará…